sábado, 29 de abril de 2023

San Pío V, defensor de la Iglesia y de la Cristiandad



El Papa San Pío V defendió a la Iglesia de la Herejía y del Islam. Condenó formalmente el vicio clerical de la sodomía y confirmó la enseñanza magisterial de que un hereje no puede ser Papa

 

SAN PÍO V

PAPA Y CONFESOR

DOM GUÉRANGER: EL AÑO LITÚRGICO – SAN PÍO V

Radio Cristiandad 

 

LUCHA CONTRA LA HEREJÍA

La vida entera de San Pío V fue una lucha. En los tiempos turbulentos en que fue nombrado Papa, el error invadía gran parte de la cristiandad, y amenazaba la restante. Astuta y flexible en los lugares en donde no podía extender su audacia, codiciaba Italia; su ambición sacrílega era derribar la Silla Apostólica, y llevar para siempre a todo el mundo cristiano a las tinieblas de la herejía.

San Pío V, defendió con abnegación inquebrantable la península amenazada. Antes de recibir los honores del Pontificado, expuso con frecuencia su vida para preservar a las ciudades de la seducción. Imitador del mártir Pedro, jamás retrocedió en presencia del peligro, y en todas partes los emisarios de la herejía huían de su presencia. Puesto en la silla de San Pedro supo infundir en los innovadores un terror saludable, reanimó a los soberanos de Italia y con rigores moderados, rechazó más allá de los Alpes, el azote que habría destruido el cristianismo de Europa, si los Estados del Mediodía no le hubiesen opuesto una barrera infranqueable. La herejía se detuvo.

Desde entonces, el protestantismo, obligado a consumirse en sí mismo, ofrece el espectáculo de esa anarquía de doctrinas que habría desolado el mundo entero, sin la vigilancia de un pastor, que sosteniendo con celo indomable a los defensores de la verdad en todos los Estados donde reinaba, se opuso como muro de bronce a la invasión del error en las comarcas donde dominaba.

LUCHA CONTRA EL ISLÁM

Aprovechando las divisiones religiosas de occidente, otro enemigo amenazaba a Europa; e Italia iba a ser su primera presa.

Salida del Bósforo, la flota Otomana se dirigía contra la cristiandad; y hubiera ésta sucumbido si el enérgico Pontífice no hubiera velado por la salvación de todos. Da la voz de alarma, llama al combate a los Príncipes cristianos. El Imperio y Francia, dividida por las sectas de la herejía naciente, oyen el llamamiento, pero no responden; solamente España junto con Venecia y la pequeña flota del Papa oyen la voz del Pontífice y pronto la Cruz y la media luna se encuentran frente a frente en el golfo de Lepanto.

Las oraciones de Pío V decidieron la victoria en favor de los cristianos; cuyas fuerzas eran menos numerosas que las de los turcos. Su memoria la celebraremos en octubre, en la fiesta de Nuestra Señora del Rosario.

Pero hay que recordar hoy la predicción que hizo el Santo Papa en la tarde del gran día 7 de octubre de 1571. Desde las seis de la mañana hasta la noche se sostenía la lucha entre las flotas cristiana y musulmana. De pronto, el Pontífice, movido por un impulso divino, miró fijamente al cielo; luego guardó silencio durante unos momentos y volviéndose a los que estaban presentes dijo: «Demos gracias a Dios; la victoria es de los cristianos.»

Muy pronto corrió por Roma la noticia y toda la cristiandad supo que un Papa había salvado una vez más a Europa. La derrota de Lepanto dio un golpe mortal al poder otomano para no levantarse jamás; la era de su decadencia comenzó en este glorioso día.

EL REFORMADOR

Los trabajos de San Pío V por la mejora de las costumbres cristianas, la imposición de la disciplina del Concilio de Trento; la publicación del Breviario y del Misal reformados, han hecho de sus seis años de pontificado una de las más fecundas épocas de la historia de la Iglesia.

Muchas veces los protestantes se han inclinado con admiración en presencia de este adversario de su pretendida reforma. «Me admiro, decía Bacón, de que la Iglesia romana no haya canonizado aún a este gran hombre.»

Pío V, efectivamente no fue puesto en el catálogo de los Santos sino a los ciento treinta años de su muerte: tan grande es la imparcialidad de la Iglesia Romana cuando se trata de otorgar los honores de la apoteosis incluso a sus más venerables jefes.

LOS MILAGROS

La gloria de los milagros decoró desde este mundo al virtuoso Pontífice; recordemos aquí sus dos prodigios más populares.

Atravesando un día, con el embajador de Polonia, la plaza del Vaticano que se extiende sobre lo que fue en otro tiempo el Circo de Nerón, se siente entusiasmado por la gloria y valor de los mártires que padecieron en este lugar durante la primera persecución. Se inclina y coge un puñado del polvo de este campo de mártires, pisoteado por tantas generaciones después de la paz de Constantino. Pone este polvo en un lienzo, que le presenta el embajador, y cuando este lo abre, al volver al palacio, lo encuentra empapado de sangre tan roja que parecía haber sido derramada en aquel momento. La fe del Pontífice había evocado la sangre de los mártires, y esta sangre reaparecía a su llamada, para atestiguar en presencia de la herejía que la Iglesia Romana del siglo XVI era aquella misma por la que estos héroes habían dado su vida en los tiempos de Nerón.

La perfidia de los herejes intentó más de una vez poner fin a una vida que dejaba desesperanzados sus proyectos para la invasión de Italia. Por una estratagema tan cobarde como sacrílega, secundados por una odiosa traición, bañaron con veneno muy activo los pies del crucifijo que el Santo Pontífice tenía en su oratorio y al que besaba con frecuencia. San Pío V en el fervor de su oración va a dar en su imagen sagrada esta muestra de amor al Salvador de los hombres, cuando, ¡oh prodigio!, los pies del crucifijo se desatan de la cruz y parecen evitar los besos del anciano. San Pío V comprendió entonces que la malicia de sus enemigos había querido transformar para él en instrumento de muerte hasta el madero que nos dio la vida.

Otro rasgo del Pontífice animó a los fieles a honrar la Sagrada Liturgia en el tiempo del año que celebramos. En el lecho de muerte, dirige una última mirada sobre la Iglesia de la tierra que va a cambiar por la del cielo, y queriendo implorar una vez más la divina bondad en favor del rebaño que dejaba expuesto a tantos peligros, recitó con voz casi apagada, esta estrofa de los himnos del Tiempo pascual:«Creador de los hombres, dígnate preservar a tu pueblo de los asaltos de la muerte en estos días de alegría pascual.»

Y dichas estas palabras se durmió plácidamente en el Señor.

ELOGIO


¡Oh Pontífice de Dios vivo! fuiste en la tierra el muro de bronce, la columna de hierro de la que habla el Profeta y tu inquebrantable constancia preservó al rebaño que te estaba confiado, de la violencia y de los lazos de sus numerosos enemigos. Lejos de desesperarse ante la presencia de los peligros, tu ánimo se levantaba como dique que se edifica cada vez más alto a medida que las aguas de la inundación son más amenazadoras; por ti fueron detenidas las olas invasoras de la herejía, por ti fue detenido el alud musulmán, y abatido el orgullo de la media luna; el Señor te eligió para ser el vengador de su gloria y el libertador del pueblo cristiano; recibe con nuestra acción de gracias, el pobre homenaje de nuestras felicitaciones. Por ti, la Iglesia, al salir de una crisis terrible, recobró su belleza. La verdadera reforma, la que se hace por la autoridad fue llevada a cabo por tus manos tan firmes como puras. El culto divino, renovado por la publicación de libros litúrgicos, te debe su progreso y restauración; y otras muchas obras felicísimas se hicieron en los seis años de tu corto y difícil pontificado.

PLEGARIA

Ahora, oh Santo Pontífice, escucha las plegarias de la Iglesia militante, cuyos destinos fueron confiados por un tiempo a tus manos. Al morir, imploraste para ella, en nombre del Salvador resucitado, la protección contra los peligros a los que estaba expuesta; mira a qué estado ha sido reducida la Cristiandad, con la irrupción del error. Para rechazar a los enemigos que la asedian, la Iglesia no tiene sino las promesas de su divino fundador; todos los apoyos visibles le faltan, no le quedan sino los méritos del sufrimiento y los recursos de la oración. Une tus ruegos a los suyos y muestra así que sigues amando el rebaño de tu Maestro. Protege en Roma la cátedra de tu sucesor, expuesta a los más violentos y astutos ataques. Los príncipes y los pueblos luchan contra el Señor y contra su Cristo. Detén el azote que amenaza a Europa, tan ingrata con su Madre, tan indiferente ante los atentados cometidos contra aquélla a quien debe todo. Guía a los ciegos, humilla a los perversos, haz que la luz ilumine tantas inteligencias descarriadas y confunden el error con la verdad, las tinieblas con la luz.

En medio de esta noche tenebrosa, tus miradas, Santo Pontífice, distinguen a las ovejas fieles: bendícelas, sostenlas, aumenta su número, únelas al tronco del árbol que no puede perecer, para que no las disperse la tempestad; hazlas cada vez más fieles a la fe, y a las tradiciones de la Santa Iglesia; es su único socorro en medio de estas corrientes del error que quieren arrasarlo todo. Conserva en la Iglesia el Orden Sacro en el que fuiste elevado para tan altos destinos; propaga en él la raza de estos hombres poderosos en obras y en palabras, celosos por la fe y por la santificación de las almas, como esos que admiramos en los anales y veneramos en los altares. Acuérdate que fuiste padre del pueblo cristiano, y continúa ejerciendo esta prerrogativa sobre la Iglesia, por tu poderosa intervención hasta que llegue a su plenitud el número de sus elegidos.

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